Por: Luis Javier Palacio S. J.
En el Antiguo Testamento tenemos luchas interesantes como la de Jacob con el ángel; la de Abrahán con Yahvéh y el número de justos necesarios para salvar una ciudad; la de Moisés cuando Yahvéh quiere aniquilar el pueblo que adora el becerro de oro. Si bien por un lado la actitud sensata del pueblo era “escuchar y cumplir la palabra de Yahvéh” por el otro en la interpretación de la palabra —algo indispensable con todo texto— la lucha (agonía en griego) era permanente. Una interesante parábola rabínica dice: “Durante una discusión sobre un horno y la comida permitida había opiniones diferentes entre los rabinos. El rabí Eliezer abogaba por el uso del horno, y en apoyo de sus planteamientos ofreció lo que la parecía una evidencia definitiva. Señaló a un árbol que estaba creciendo frente a la ventana y dijo: -Si la ley me da la razón, que ese algarrobo nos dé una prueba.
¡Y, tan pronto como terminó de hablar, el árbol se alejó de un salto! A los rabíes les resultaba difícil de creer lo que acababan de presenciar. Cuando los rabíes se calmaron, se apiñaron en un círculo por unos instantes y, luego, tras un breve intercambio de opiniones, uno de ellos le dijo al rabí Eliezer: -Ningún algarrobo va a determinar una normativa rabínica. No habéis demostrado nada, rabí Eliezer. -Bueno, entonces, denle un vistazo al arroyo que discurre más allá del algarrobo -respondió el rabí Eliezer- Si lo que digo está de acuerdo con la ley, que el arroyo nos dé una prueba. ¡Y, justo en ese momento, las aguas del arroyo se invirtieron y comenzaron a correr hacia atrás! Al principio, los rabíes se quedaron un tanto aturdidos pero, cuando discutieron acerca de lo que habían presenciado, llegaron a una conclusión similar a la primera: -Las aguas del arroyo no pueden demostrar argumento alguno. Aunque frustrado, el rabí Eliezer estaba determinado a demostrar que tenía razón.
-¡Si la ley está de acuerdo conmigo -exclamó-, que las paredes de esta casa de estudio den la prueba final! Y, en aquel momento, las paredes comenzaron a derrumbarse sobre los rabíes. El rabí Josué intervino y reprendió al rabí Eliezer. -¿Cómo te atreves a interferir con una ley que ha llegado hasta nosotros desde el Monte Sinaí? Y justo entonces, antes de que pudiera terminar de hablar, las paredes se detuvieron en su desmoronamiento -por respeto al gran rabí Josué- y no terminaron de caer. Pero, también por respeto al rabí Eliezer, las paredes no volvieron a su posición original. Así están las paredes de la gran yeshiva desde entonces -ni en pie, ni demolidas. Como último recurso para convencer a sus hermanos rabíes de que tenía razón, el rabí Eliezer pidió al Cielo que le ayudara a vencer el debate, y en aquel momento todos pudieron oír una voz del Cielo que decía: -¿Por qué le lleváis la contraria al rabí Eliezer! ¡Es él el que tiene razón! Pero, sin dejarse disuadir, el rabí Josué se puso en pie y anuncio al Cielo: -Mis sabios hermanos y yo no podemos aceptar esto. La prueba de una normativa no puede venir de arriba, ni el Cielo tiene que intervenir en nuestra discusión. Las palabras de la ley vinieron ya del Cielo. Recibimos estas leyes sagradas en el Sinaí, y tienen que ser interpretadas por rabíes inmersos en una discusión erudita, como hacemos ahora, no invocando a las fuerzas de la naturaleza. Por tanto, debemos dejar que la mayoría decida. La leyenda cuenta que, poco después, el rabí Natán se encontró con el profeta Elías, al cual le preguntó: -¿Cómo reaccionó el Todopoderoso ante el hecho de que los rabíes desautorizaran al Cielo? Y Elías respondió con una sonrisa: -Dios tan sólo se rió y dijo: En esta ocasión mis hijos me han superado. ¡Míralos! ¡Me han derrotado! ””
En los evangelios hay igualmente debates o confrontaciones con fariseos, saduceos, sumos sacerdotes, discípulos, autoridades romanas, Sanedrín, Lithostrato (Gábabtta en hebreo) y el pueblo. Solemos leerlas como muestras de Jesús como una gran pugilista que deja a todos tendidos en la lona. Sin embargo nos toca también reflexionar sobre las posiciones de los vencidos; sus inquietudes válidas e incluso a veces sus verdades. Walter Kasper, comentando el capítulo 13 de la carta a los corintios dice: “La teología más erudita y el más celoso compromiso a favor de la recta fe, cuando todo ello es infatuado y altanero, pretende estar cargado de razón y carece de amor, carece de valor, es infecundo. Ni siquiera el martirio cuenta; también los herejes, los comunistas y otros grupos tienen mártires. Únicamente el amor es el signo distintivo del verdadero cristiano ”. También el cardenal Henry Newman afirmaba refiriéndose a la historia de los debates teológicos: “Ninguna doctrina es completa desde su origen, porque no hay ninguna que con las investigaciones sobre la fe o el ataque de las herejías no pueda más que desarrollarse”. En el Antiguo Testamento hay ejemplos claros de cómo se desarrolla por ejemplo la teología de la tierra, desde la profesión de fe más primitiva: “Mi padre era un arameo sin tierra cultivable” hasta la tradición de la tierra sagrada de Israel; desde el derecho exclusivo de Yahvéh hasta las normas éticas sobre jueces, testigos, juicios, penas y condenas. En el Nuevo Testamento hay otro tanto al menos con la tradición de la pasión y de la Pascua.
Pablo, en el tercer relato de los Hechos de los Apóstoles sobre Damasco, escucha que se le interroga: «¿Qué sacas con darte cabezazos contra la pared?» (Hc 26:14) que le muestran que perseguir al Resucitado es perseguirse a sí mismo. Preguntarnos por quién es Cristo equivale a preguntarnos: ¿Quién soy yo? Mi lucha interna no es con una serie de personajes interiores a la manera del esquizofrénico, o del sicoanálisis freudiano (dejando de lado los casos patológicos) sino con la voluntad de Dios sobre mi vida y mis ambiciones. Pablo lo expresa como querer el bien y hacer el mal o no querer el mal y sin embargo hacerlo. El evangelio de hoy, que por siglos se llamó “el evangelio de la mujer que convirtió a Jesús” nos muestra un debate, o diálogo en el cual los argumentos de Jesús caen por reducidos y nacionalistas. «Las ovejas perdidas de la casa de Israel» por muchas que fueran no alcanzaban las excluidas. Contentándose con las migajas, la Sirofenicia o Cananea, termina sacando unas de las pocas alabanzas registradas en los evangelios: «¡Mujer, qué grande es tu fe!» mientras que Jesús se queja de la poca fe de los discípulos. La Sirofenicia quería el bien para su hija, buscaba compasión o misericordia en Jesús pero los discípulos querían despedirla y Jesús parecía más judío que los judíos (hoy diríamos más papista que el papa). La mujer lo vence y se vence a sí misma. El triunfo es doble sin que salga descalificado ninguno de los contrincantes. Jesús gana porque se convierte, la mujer gana porque triunfa su fe y hace triunfar la misericordia. Si Yahvéh fue vencido por los rabinos en su debate, Jesús fue vencido por la Sirofenicia. Oír la Palabra sin entrar en lucha (agonía) puede ser un principio sagrado para los musulmanes y su Corán; no para judíos y cristianos con sus Escrituras.