Por: Luis Javier Palacio S. J.
El evangelio de Juan se caracteriza por hacer del logos (verbo, palabra) el que se hace carne: «La Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros» (Jn 1:14). Cuando la carta a los hebreos trata de describir la comunidad formada por el novedoso sacerdocio de Cristo quien se sacrifica a sí mismo y no alimentos agrícolas ni animales ni personas , habla de la comunidad creyente como un cuerpo: «Por tanto, así como los hijos participan de la sangre y de la carne, así también participó Jesús de las mismas, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte» (Hb 2:14).
Para establecer alguna diferencia entre el pan eucarístico y la comunidad, se usó hasta cerca del año mil, la expresión “cuerpo de Cristo” para designar la comunidad creyente y “cuerpo místico” para designar el pan. Los debates originados por Radberto, Rastradmus y Berengario exacerbaron los ánimos frente a la Eucaristía. A Berengario se le obliga a firmar una declaración en la cual se decía que el cuerpo de Cristo es tocado y quebrado por manos del sacerdote y molido con los dientes de los fieles de manera real.
En el evangelio de Juan se identifica Jesús con el verdadero pan bajado del cielo, luego de repartir panes a la multitud y establecer la diferencia con el maná. El Vaticano II restaura la expresión “cuerpo de Cristo” para designar a la Iglesia. El creyente en la Eucaristía expresa su pertenencia a la comunidad en este mundo pero a la vez la esperanza de unirse en el banquete del reino venidero por cuanto que la Eucaristía conjuga la acción de gracias al Padre (sentido de Eucaristía en griego), el recuerdo (anamnesis) o memorial de Cristo y la invocación del Espíritu (epiclesis).
Para el creyente, su misma carne y sangre es ofrecida como la de Jesús por la vida del mundo en una prolongación de las palabras de los sinópticos cuando aluden a la última cena: esto es mi cuerpo, esto es mi sangre. Contrasta con Caín que derrama la sangre de Abel y clama a Yahvéh su sangre desde la tierra. La liturgia eucarística se dirige al Padre e invoca al Espíritu Santo para que sea enviado sobre los elementos del pan y el vino a fin de ser transformados en cuerpo (carne) y sangre de Cristo, así como sobre los participantes de manera que sean santificados y unidos por la comunión; en ambos con iguales resultados. Recibimos el cuerpo y la sangre de Cristo y él recibe nuestro cuerpo y sangre. Decía Ratzinger, siendo profesor en Tubinga, que tocaba enfatizar que más que recibir el cuerpo de Cristo, somos recibidos en él. Toda la Eucaristía (liturgia de la palabra y liturgia eucarística) a esto se encamina. Ignacio de Antioquía concibió su martirio como el ser masa molida para formar un solo pan con Cristo. Ambos bautizados en “bautismo de sangre”. Monseñor Romero, enfrentando amenazas de muerte decía: “Estoy preparado para ofrecer mi sangre para la redención y resurrección del Salvador. Si Dios lo acepta el sacrificio, espero que sea semilla de libertad y signo de esperanza”.
También Martin Luther King y Gandhi tenían una opinión similar. Decía Luther King: “Ríos de sangre tendrán que correr antes de que alcancemos la libertad, pero tiene que ser nuestra sangre”. El sufrimiento inmerecido es redentor y el deseo de afrontarlo la máximo expresión de libertad humana. Nos toca abandonar la ilusión tecnocrática de una vida libre de dolor y unirnos a Cristo en su opción por la justicia, la paz y la integridad de la creación. Decía Tertuliano, dado el carácter de juicio y gracia del martirio, que la sangre de los mártires era semilla de nuevos cristianos. La noción del pan simbolizando el cuerpo de alguien y el vino simbolizando la sangre de alguien y el consumo de ambos, es totalmente extraño al judaísmo y contrastante con su pascua. Parecería, a primera vista, que se tratara de dos cuerpos de Cristo resucitado: uno, el que está vivo en las personas y otro el que se encuentra presente en la comida: el pan y el vino. Sin embargo, se trata de un solo cuerpo todo ello, es decir, personas comunitarias y comida, somos un solo cuerpo, por eso, las personas, como cuerpo del Señor, estamos presentes en el mismo pan y en el mismo cáliz: misterio de fe incomprensible desde nuestra racionalidad.
Para el judío la sangre era intocable, pues solamente pertenecía a Yahvéh. Formaba parte, en algunos ritos, como uno de los elementos de purificación, junto con el agua, el aceite y las cenizas de la vaca roja (cuatro en total). Todo animal consumible debía degollarse y desangrarse en su totalidad (comida kosher). La carne y la sangre de los animales, formaba parte de los sacrificios en el Templo. De allí se toma el proviso sacrificial antiguo que registra la carta a los hebreos. «Según la Ley, casi todas las cosas han de ser purificadas con sangre, y sin efusión de sangre no hay remisión» (Hb 9:22). Pablo muestra la superación de la ley judía y cuando emplea la palabra sangre lo hace como metáfora de la pasión y muerte de Jesús: sin pasión y muerte, a la manera de Jesús, no hay salvación que es la resurrección.
Según Tertuliano los primeros cristianos fueron acusados de antropofagia, pues fue la lectura que dieron a “comer la carne” como aparece en el evangelio de hoy. Cabe suponer que las palabras indicativas de la eucaristía: “Esto es mi cuerpo; esto es mi sangre” indujeron en una época relativamente temprana a múltiples equívocos y los correspondientes enfrentamientos acerca de una recta comprensión de la cena del Señor. Sobre todo los extraños, al estar desinformados, no podían saber qué pensar de todo ello, como lo confirman muchas otras difamaciones. En las instrucciones para los cristianos procedentes de la gentilidad, del Concilio de Jerusalén, se les pide no tomar la sangre de los animales sacrificados a los ídolos. Ignacio de Antioquía escribía a la comunidad de Esmirna que quienes no se preocupan del deber del amor, ni de la viuda, ni del huérfano, ni del oprimido, el encarcelado o el liberto, ni del que padece hambre o sed, permanecen alejados de la celebración eucarística. Pedro Arrupe decía en el Congreso Eucarístico de Filadelfia (1976) que mientras hubiera gente con hambre nuestra Eucaristía era incompleta. El cuerpo de Cristo celebrado en la Eucaristía no puede divorciarse del cuerpo de Cristo que es la comunidad. La expresión más concreta y directa la encontrarnos en la carta a los romanos: «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva (hostia), santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual» (Rm 12:1). Mientras no nos ofrezcamos no celebraremos más que un rito en la Eucaristía.