Marcos 1:29-39, domingo, febrero 7 de 2021
Por: Luis Javier Palacio S. J.
El Evangelio de Marcos maneja cierta ironía. Lo que más parecería ocupar la actividad de Jesús, a primera vista, son las curaciones y expulsiones de demonios. Poca consigna de sus enseñanzas. Sin embargo, más bien resalta que esas curaciones son lo que buscan las multitudes, pero no Jesús mismo. Las curaciones lo meten en problemas de manera que cuando cura un leproso no puede entrar a las aldeas. Lo considerarían impuro y fuente de contagio. Lo que busca Jesús, y ni siquiera los doce apóstoles lo entienden, es que lo sigan en la pasión[1], simbolizada en el camino a Jerusalén. Mientras su actividad pública es en Galilea, su muerte es en Jerusalén.
En el evangelio de hoy, en el cual se hace un resumen de varias curaciones como la de la suegra de Pedro y muchas diversas enfermedades y expulsiones de demonios, Jesús, sin embargo, no parece darles importancia ninguna. No quiere ser buscado como taumaturgo. Por el contrario, enfatiza su misión a predicar. La palabra griega (κηρυσσω, kerisso) significa proclamar, anunciar, convocar, ordenar, pregonar, predicar, hacer de heraldo. Curiosamente el evangelio de Marcos no trae muchos discursos de Jesús, como hace Mateo, quien más discursos recoge. Si lo que buscaba predicar era la pasión, ésta se dice más con hechos que con palabras. Antes lo había expresado Pablo con sesudas reflexiones teológicas dirigidas básicamente a los gentiles, de cultura griega. A Pedro y los demás, que lo buscan para que coseche la flor de su fama, les contesta Jesús: “Vamos a otra parte, a las aldeas próximas, para predicar allí, pues para esto he salido”.
Aunque en el Antiguo Testamento se enfatiza la enseñanza de la Toráh (sabiduría propia de Israel), la predicación se atribuye básicamente a los profetas. Ser predicador y ser profeta se hacen sinónimos. En la iglesia institucional la predicación terminó casi que exclusiva de los ministros ordenados, de tal manera que no es fácil hoy volver a una predicación laical como se dio en los comienzos[2]. Varios de los textos del Nuevo Testamento pudieron bien ser catequesis, sermones, formas de culto eucarístico y otras formas de transmisión de la memoria de Jesús que conservaron las comunidades. Es el reemplazo cristiano de la sinagoga judía en la cual cualquier varón adulto (mayor de 14 años) podía explicar las Escrituras. En el culto cristiano, la predicación (el presente sermón u homilía) tenía como función: por un lado, recordar las verdades básicas de la fe (se llaman kerigma, con igual sentido que kerisso o predicación); por otro lado, la exhortación moral a los creyentes (técnicamente se llama parénesis) y finalmente, responder a las objeciones que se ponían a la fe (técnicamente se llama apologética). En el cristianismo oriental (hoy ortodoxo o griego) hubo una fuerte influencia de la retórica que hace de la predicación una pieza literaria o de denso contenido filosófico o teológico. En occidente se usó algo más sencillo e inteligible (oriente era más desarrollado culturalmente) aunque no duró mucho, pues el influjo de los padres latinos llevó la predicación a los debates ideológicos. En toda la Edad Media hubo altibajos de empobrecimiento y renovación, menos conocimiento bíblico, falta de interés y cristianismo masificado (a partir de Constantino). Esto llevó a la rutina de colecciones fijas de predicación repetitiva, con alguna renovación en las órdenes mendicantes y en algunas escuelas místicas. Sin embargo, la mística fue mirada frecuentemente con sospecha, de manera que se desarrolló más en Oriente que en Occidente[3]. La Reforma produjo el renacimiento de la predicación al considerarla el elemento fundamental del culto. En la iglesia latina era la función exclusiva del sacerdote. El pastor protestante era ante todo un predicador, estudioso de la Biblia e intérprete de ella. Se cambió la sotana por la toga y se elevó el nivel intelectual teológico, cultural, bíblico y filosófico del ministro. Así mismo, se enfatizó la traducción en lenguaje corriente del mensaje evangélico, empezando por las lenguas vernáculas. Los católicos romanos continuaron privilegiando el lenguaje ritual, en latín, especialmente para la Eucaristía y otros sacramentos. También la iglesia ortodoxa enfatizó la liturgia tradicional, muchas veces en griego, concibiendo la comunidad eucarística como la verdadera iglesia. La iglesia, en este sentido, no celebra la Eucaristía sino que es la Eucaristía. Mucho pueden enseñarnos en el campo de una eclesiología eucarística, pues la Eucaristía no es un sacramento más. La iglesia nace y se nutre de la Eucaristía, nos dice el Concilio Vaticano II. Igualmente enfatiza dicho Concilio la mesa de la Palabra y la importancia de la predicación, sermón u homilía, algo aún no logrado plenamente.
Sin una adecuada predicación, inculturada, aculturada, enculturada, indigenizada, encarnada en tiempos, lugares y personas, la dinámica de la Palabra se diluye. Es la importancia del kerigma (principios básicos de la vida cristiana), de manera que aún repitiendo las mismas palabras del evangelio pero en diferentes contextos, vuelve a encarnar la Palabra, como dice el prólogo de Juan. Una palabra que es ante todo promesa, futuro, reinado de Dios por construir. Una palabra que llama a la fe e invita al compromiso. Esto es importante porque la predicación sola no lo logra. Es necesario que el Espíritu (ruah en hebreo) que pertenece siempre a Dios pero actúa en el ser humano, dé efectividad a la Palabra. Implica, pues, la predicación, no solamente al predicador, por buen orador, teólogo o biblista que sea, sino también al Espíritu y al oyente. Su corazón abierto al Espíritu para responder según la generosidad de su propio corazón. En última instancia, para obrar con misericordia con los demás y con la creación misma (hoy importante por la crisis ecológica). Alguna tensión existe todavía entre la predicación y la sacramentalización. Los sacramentos, como canales de la gracia, pueden fácilmente terminar en un rito repetitivo sin vida, sin catequesis, sin evangelización, sin compromiso de vida. La invitación del Concilio Vaticano II es a la unidad de ambos aspectos: predicación y vida sacramental.
Que ningún sacramento se administre o se reciba sin la adecuada preparación y la posterior formación es la recomendación desafiante que aún no hemos logrado implementar. En general, el conocimiento bíblico, teológico y a menudo meramente histórico de la fe, del cristianismo, de su devenir, de la evolución e historia de los sacramentos es deficiente entre los laicos e incluso en parte del clero. Agustín de Hipona cita más de 100 sacramentos en su época, pues sacramento, en última instancia, es el cristiano mismo viviendo su fe. Sacramento es la persona más que el rito. Vida de bautizado o sumergido en la pasión y muerte de Jesús para ser como Él, resucitado; vida de confirmado que se da a los demás; vida de convertido a buscador de Dios en el único lugar donde Dios está vivo: el otro; vida de quien se ofrece en holocausto por los demás (Eucaristía); vida de quien se compromete en la salvación del cónyuge (matrimonio); vida de quien se consagra de tiempo completo como confirmado (orden) y vida del moribundo que salva a los aliviados con su sufrimiento (unción de los enfermos).
[1] El evangelio de Juan hace de la pasión y muerte de Jesús el momento de su mayor gloria, como una de sus características especiales.
[2] Muchas escuelas catequéticas, de catecúmenos, las didaskalías fueron laicas mayoritariamente hasta el siglo IV. Es Cirilo de Alejandría quien empieza a reclamar para el obispo el magisterio eclesiástico.
[3] Vale la pena anotar el papel que en la concepción del hombre jugó la idea de “pecado original”. En Occidente fue determinante y llevó más a la ascética; en Oriente ni siquiera se llamó pecado y llevó más a la mística (teosis y teopoiesis).