Abril 7, 2017: Apuntes del Evangelio

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Por: Luis Javier Palacio S. J.

Juan 10:31-42, viernes, abril 7 de 2017

Que Jesús pudiera llamarse hijo de Dios no era tan escandaloso para un judío pues todo el pueblo era hijo de Dios. Otra cosa es cuando se le llama “primogénito” o “unigénito” con carácter de exclusividad, algo a lo que Pablo da un carácter diferente de “primicia”, o arquetipo, o modelo de humanidad. Pero hacerse Jesús equivalente a Dios sí motivó a la furia judía. «Te haces a ti mismo Dios» equivalía a una blasfemia y era motivo de apedreamiento hasta morir. Dejando de lado muchas discusiones del tiempo y posteriores sobre lo que significaba Jesús podemos decir que hoy tenemos mayor claridad y la afirmación cristiana no es tanto Jesús es Dios, sino Dios es Jesús. Para el judaísmo Dios es innombrable, incognoscible y no es distinta la afirmación cristiana y lo que conocemos de Dios es lo que nos revela Jesús. De Dios conocemos lo que él nos revela (cualidades, potencias, energías, características, justicia, misericordia) y en caso cristiano lo que nos revela en Jesús. Lo demás que afirmamos no es revelado sino racional. Pero en el judaísmo el hombre no era tan distante de Dios como la idea de YHVH nos puede llevar a pensar. El hombre era imagen y semejanza de Dios y las imágenes de exaltación del ser humano aparecen en las visiones del carro de fuego, de la gloria, de los salmos. «Yo había dicho: «¡Vosotros, dioses sois, todos vosotros, hijos del Altísimo!»» (Sal 82:6) sobre lo cual se escribió abundantemente durante los primeros cinco siglos del cristianismo, bajo la idea de la deificación del hombre, o sea, el proceso para que el hombre pudiera unirse y allegarse a Dios (hasta donde las limitaciones humanas permitan llegar). Sin estas posibilidades el máximo alcanzable por el hombre no pasaba del animal racional predicado por los griegos. En el discurso de Pablo en el areópago utiliza similar idea, atribuyéndola a los poetas griegos, de que vivimos, nos movemos y existimos en la atmósfera de los dioses porque somos de su mismo linaje. Traducido en lenguaje cristiano puede afirmarse que la imagen de Dios depende de la imagen que tengamos del hombre y viceversa. Siendo la imagen de Dios la de Jesús, nos obliga a tener una idea del hombre similar a la de Jesús o a la que éste tuvo del prójimo. Otras ideas pueden proceder de la razón y las ciencias (economía, antropología, sicología, política, filosofía) pero no forman parte de la revelación. La blasfemia de Jesús era equiparase con Yahvéh cuya trascendencia mantienen los judíos hasta hoy, sin que podamos decir que no la mantienen los creyentes. En Marcos la razón es que se abrogue Jesús el perdonar los pecados, capacidad que solo compete a Dios. En el juicio frente a Caifás la razón de la blasfemia es doble: declararse Mesías e “Hijo del altísimo”. Lógicamente con esto no aclaramos la muerte de Jesús pues no es un caso policial. No muere apedreado por blasfemia con el castigo judío sino crucificado con el castigo romano a los sediciosos. No hay que buscar deicidios en ninguno de los dos casos. En ambos casos (más la condena del pueblo) se mata al “hombre” y se da vida al “hombre” pues para los creyentes ese hombre era Dios que era capaz de dar vida con su muerte. En Juan hay un apunte irónico sobre la blasfemia, pues mientras Jesús es acusado de ella por los judíos, los sumos sacerdotes proclaman en el juicio: «No tenemos más rey que el César» (Jn 19:15) que en el pensamiento teocrático judío equivalía a una blasfemia pues no podía reconocerse más que a Yahvéh como soberano sobre Israel. Si proclamar a Jesús a la entrada en Jerusalén como “rey de los judíos” podía considerarse como blasfemia por el Sanedrín, hacer del César el rey, como lo hacen los Sumos Sacerdotes es negar a Moisés y su ley: son solo blasfemia sino traición.

La palabra Dios tiene un rango muy amplio de significación en todas las culturas y religiones. Su mismo origen etimológico (DEI es la raíz indoeuropea) es luz, brillo, sol, algo que hasta científicamente nos sigue planteando enigmas . Jesús utiliza la palabra Dios de manera ambigua aquí, como se llamaba dioses a quienes Yahvéh dirigía su palabra (por ejemplo Samuel). Si en Juan lo encarnado era la Palabra misma (logos, verbo) con mayor razón podía tenerse por Dios. El momento de este incidente es la fiesta de la Dedicación, de las Luces o Hannukah, como escenario adecuado para el tema de hoy. Jesús había sido consagrado como lo era el Templo y él se proclamaba el substituto del Templo y de sus fiestas; o al menos del sentido de sus fiestas. La verdadera luz no era la de las lámparas de los macabeos sino Jesús mismo; la Pascua verdadera no era la liberación de Egipto sino del pecado; Pentecostés verdadero no era la recogida de las cosechas sino del “pan de vida” —en Lucas es la venida del Espíritu sobre la comunidad creyente—. Pero Jesús sentía que se podía ahorrar toda esta reflexión si los judíos miraban sus obras, que no sentía como propias sino como las mismas obras del Padre. En algún momento Yahvéh, en sentido natural o figurado como es propio del lenguaje religioso, devolvería la vista a los ciegos, el movimiento al paralítico, el habla al mudo, el pan a todos repartido, la defensa del caído como la adúltera, buscar la oveja perdida, dar la vida como grano de trigo, conocer sus ovejas y morir por ellas. Ese tiempo había llegado con Jesús. En contraste, aquí el pastor Jesús no es oído por las ovejas de Israel y le toca volver a la región de Betania, al otro lado del Jordán en donde algunos lo siguen y donde realizará su último signo: la resurrección de Lázaro con el resultado de que unos nuevamente lo sigan y otros busquen matarlo.

Predicar que quien había sido condenado por blasfemia era el salvador no era desafío fácil para los creyentes. Luego se darán los “títulos” a Jesús en crescendo hasta llegar a tenerlo como Dios, pero no es el primero, aunque hoy lo tengamos por el supremo. En Juan es más claro y frecuente el de Padre que el de Dios que en el férreo monoteísmo judío y musulmán aún hoy en día no aceptan. Juan, aún con la cruz como el momento de mayor gloria, nos describe una lanzada de la que brota agua y sangre con el doble significado de lo divino y lo humano. Según la tradición griega los dioses no tendían sangre sino icor, algo semejante al agua. El profeta Jeremías, cuya vida es la más similar a la de Jesús entre todos los profetas, fue perseguido y acusado de no provenir de Dios porque predicaba lo que el pueblo no quería oír. «Todos los hombres insolentes se pusieron a decir a Jeremías: «Estás mintiendo. No te ha encargado nuestro Dios»» (Jr 43:2). Jesús está corriendo con los judíos una suerte similar a la de Jeremías, el profeta de la pasión por la Palabra. Al confesar los creyentes a Jesús como Dios parecería ponerse en contra de todos los dioses habidos y por haber, empezando por los griegos del Olimpo que también eran los dioses romanos. Pero el credo confesado no se extiende hasta allá y la obligación ética es mostrar que l afirmación da dignidad a todos y no estocada contra nadie.