Marzo 14: El auto-juicio puede ser final

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Por: Luis Javier Palacio S. J. 

El concepto de juicio se usa ambiguamente en dos campos: el de las ciencias o de la razón y el de la moral o ética (juicio práctico). Pero ambos tienen una base diferente. El juicio de la razón es el que aprendemos en años de estudio. El práctico se basa en costumbres, conciencia de bueno y malo, pasiones propias, formación familiar, cultural, social y religiosa. Por siglos se creyó que ambos debían basarse en la Biblia, con dolorosos enfrentamientos y perjuicio mutuo de ciencia y fe, razón y fe, iglesia y mundo moderno. Podríamos decir que la idea de juicio divino, aunque pudo haber nacido de una alegoría derivada de los juicios humanos transpuestos a Yavhéh, no se reduce a ella. Hay una idea de juicio que trasciende la historia y el momento del obrar humano, de manera que, por ejemplo, al final de la vida podemos reconocer los juicios errados en nuestra vida que ya no son corregibles. El juicio final sería el juicio definitivo inapelable en el que no quisiéramos ser reprobados o condenados. Afortunadamente, el evangelio de Juan nos adelanta tal juicio a esta vida pues los criterios utilizados ya están a nuestro alcance. “El que cree en él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado”. El que ha hecho su propio juicio no será juzgado por otro, porque él mismo se ha juzgado frente al otro. En Juan, en última instancia, me juzga el amor oblativo o sacrificial (la ágape) frente al hermano. Pero no corresponde exactamente con el dicho popular “la historia lo juzgará”. La mera historia no juzga, solamente revela aciertos o fracasos en las decisiones. La relación del creyente con la historia no es la del que sufre la historia sino del que hace historia con sus decisiones. El creyente, mediante la gracia, hace de la historia cronológica historia de salvación. Transforma el tiempo lineal (kronos, en griego) en instante salvífico (kairos, en griego). En el Antiguo Testamento, el juicio divino (ejecutado por los jueces con poco éxito pues se corrompen) tenía una triple finalidad que debía constatarse en esta tierra y en esta vida: a) represión del mal, b) disuasión social y c) reforma del criminal. Es decir que la maldad recibiera su castigo, que socialmente no pague ser criminal y, finalmente, que el criminal pueda convertirse en judío de bien (buen ciudadano). Los profetas denuncian a los jueces de Israel, pues, por corruptos, no logran tales fines. Para corregir dicho mal, Yahvéh juzgaría personalmente a todos: reyes, jueces, profetas, líderes religiosos y pueblo.

Sin embargo, el juicio final parecía tan lejano que era necesario que hubiera juicios particulares dentro de la historia humana y como tales entendieron ciertas desgracias, como: sequías, inundaciones, guerras, pestes, destierros y ciertas muertes prematuras o violentas. No diferenciaban entre desastres naturales y castigos de Yahvéh[1]. Hoy, nos toca reconocer que la historia no suministra una adecuada revelación del gobierno divino del mundo. Más bien es el triunfo de las pasiones humanas, individual y colectivamente. Alguna forma de “juicio final” es necesaria para interpretar la historia, pues no se auto-interpreta. A juzgar por los evangelios, tal criterio de “juicio final” es el reinado de Dios. Algo que nos permite juzgar lo adecuado o inadecuado de las actuaciones humanas y marcar “la flecha del tiempo”. En el pensamiento mítico de algunas filosofías e incluso ciencias, el tiempo es cíclico. Un eterno retorno de la naturaleza humana, ciclos repetidos de destrucción y creación (como la diosa Shiva del hinduismo), como se refleja en el Libro del Eclesiastés: “Lo que fue, eso será; lo que se hizo, ese se hará. Nada nuevo hay bajo el sol” (Ecl 1:9). Un libro que tiene bastante de influjo griego. Pero la idea predominante en el judaísmo era el tiempo lineal. Algo nos esperaba en un futuro promisorio y esperanzador. El juicio final, más que marcar una catástrofe, marcaba el comienzo de los “nuevos cielos y la nueva tierra”, la llegada del Mesías, la pascua eterna, el sábado eterno, el jubileo o año de gracia eterno.

La idea de un juicio parcial y personal a la muerte nos vino de Agustín y su obra La Ciudad de Dios, afianzada por Gregorio Magno. Algo que se suponía implícito en el culto a los mártires. Habrían sido juzgados dignos antes del juicio final. Todos los demás irían al Purgatorio a la espera del juicio final[2]. La salvación y condenación en dicho esquema se definieron por la visión beatífica para los salvados y la negación de tal visión para los condenados en el más allá. La visión directa (no mediada) de la esencia divina para los salvados y la negación de ella para los condenados. Evidentemente, hijas de la idea filosófica de Dios. Pero en la concepción judía no cabía tal idea. La Reforma rechaza el doble juicio y el purgatorio —con todos sus anejos de indulgencias y “méritos”—, y entiende la salvación como gracia y la condenación como su antítesis. De alguna forma devuelve el tema a esta tierra, a la Palabra y el sacramento. Algo más concorde con el pensamiento hebreo. La imagen más completa del juicio final o universal o de las naciones, la encontramos en el capítulo 25 de Mateo y allí las bases del juicio son bien terrenales: “Porque tuve hambre y me diste… o no me diste…”. Un juicio que creo que van perdiendo todas las naciones, pero, igualmente, un juicio que podemos evitar obrando hoy con espíritu misericordioso. 

Sin embargo, vale aclarar que la expresión “juicio final” como la entendemos hoy, no se halla en el Antiguo Testamento. Que toda la humanidad comparecerá ante Dios un día determinado para ser juzgada por sus obras y para oír cada uno la decisión acerca de su destino eterno. Como antes se dijo, nace de expresiones de los profetas y deriva en el lenguaje apocalíptico (de moda en tiempos de Jesús). El lugar sería el estrecho valle de Josafat, según Joel. Pero era la reivindicación de Israel y el castigo de sus enemigos. También aparece en Daniel y el libro de la Sabiduría. Sería la rectificación de la historia humana en la cual triunfarían definitivamente los buenos y los malos serían castigados[3]. De aquí llega el influjo al Nuevo Testamento. La familia de Dios se sentará en la mesa del Padre (Eucaristía perpetua), mientras el resto será arrojado a las tinieblas, al rechinar de dientes, al basurero de la Gehena, al gusano que no muere, al fuego eterno (Hades). Los primeros, a ver a Dios (que era invisible para los judíos); los segundos, al tormento perpetuo. El criterio de juicio varía según autores. Para los judíos es la fidelidad a Moisés; para los gentiles, la ley inscrita en su conciencia; para los cristianos, haber vivido de acuerdo a la Palabra escuchada. Pero tiene mayor universalidad la misericordia con el prójimo antes enunciada. Un criterio que puede ya vivirse en esta vida y en el cual consiste el juicio en Juan, aunque lo llama amor sacrificial (ágape). ¿Qué haces con tus bienes? ¿Cómo ejerces tu poder? ¿Qué tanto compartes tus carismas? Es un examen aquí y ahora que nos permite aplicar el principio de Juan: “El que cree en él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado”. Las parábolas del reinado de Dios ayudan para aclarar el sentido del juicio. Juan trae pocas, pero son abundantes en los demás evangelios. “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor (ágape) los unos a los otros” (Jn 13:35).

 

[1] Aún hoy sigue acudiéndose a tal concepción, como sucedió con el SIDA, el terremoto de Haití y hasta el terremoto de California (por haber aprobado el matrimonio gay, se decía. Las mismas y erradas ideas de Pedro Damián, en el siglo XI en su libro sobre Los Gomorreos).

[2] El infierno es un poco más complicado pues nunca se ha declarado, ni puede hacerse, que alguien esté en el infierno. Como decía Teresa de Lisieux, si Dios es tan misericordioso, el infierno debe estar vacío. Sin embargo es el coco en numerosa literatura piadosa medieval y en algunos predicadores actuales. 

[3] Esta idea aparece en el zoroastrismo de Persia y tendrá gran influjo en muchas religiones. Lucha entre hermanos: el bien (Ormuz) y el mal (Arimán).