Marzo 21: Una visión distinta de la muerte de Jesús

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Por: Luis Javier Palacio S. J. 

El evangelio de Juan es contrastante con los evangelios sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas) en muchos aspectos. Uno de ellos es el de la muerte de Jesús. Mientras en los sinópticos la visión es la de un asesinato con sus intrigas de traición, testigos falsos, juicio injusto en el litróstrato (juzgado) ante Herodes y Pilatos con sus disputas internas, juicio inicuo ante el sanedrín, etc., en el evangelio de Juan se entrega Jesús libremente; no hay traición de Judas; su muerte es el momento de mayor gloria; los mismos sufrimientos y humillaciones manifiestan más su gloria que su derrota. Allí, el proemio de la pasión es que ahora el Hijo del Hombre ha sido glorificado y Dios ha sido glorificado en él” con confirmación del cielo, la oración de angustia en el huerto desaparece igual que su lamento de abandono en la cruz, no habla de que el velo del Templo se rasgue ni que los muertos salgan de sus tumbas, el interrogatorio en los tribunales civiles y religiosos es menos agresivo, la burla de los soldados no es tan cruel, al final no expira sino que “entrega su Espíritu”, no muere solo (Marcos) o mirado a distancia por unas mujeres (Lucas y Mateo), sino acompañado por tres mujeres (tres Marías) y el discípulo amado. La muerte de Jesús lo que va a significar es que nadie tiene mayor amor (la ágape) que el que da la vida por sus amigos. Es decir, que no es pensable un Dios mayor que el que da la vida contra la idea de muchos de que Dios era impasible, que no podía sufrir y tampoco morir. Pero entonces tampoco podría amar como nos dice que amó en el evangelio de Juan. Jesús muere en la cruz no a pesar de ser Dios (como si otros hubieran matado a Dios) sino precisamente porque lo era. No podía haber una forma más sublime de ser Dios que muriendo por amor (ágape). Contrasta con la actitud de Pedro quien busca la espada para impedir el prendimiento y niega a Jesús tres veces para evitarse problemas; Jesús no los evita y ni siquiera evita la muerte misma. 

Mientras en los sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas) la glorificación es algo que viene luego de la resurrección, en Juan es simultánea con su muerte. Podríamos decir que en la cruz acontece la muerte, la resurrección y la ascensión (categoría de la glorificación) a un mismo tiempo. También Pablo tiene una concepción similar y se refiere a la cruz como “sabiduría del madero[1]. Pablo no menciona ni a Judas ni la pasión ni el juicio de Jesús, pero sí entiende que la pasión es de por sí misma la resurrección. “Llevo sobre mi cuerpo las señales (estigmas) de Jesús” (Gal 6:17). En otras palabras, morir como Jesús, por amor sacrificial (ágape[2]), es ya resucitar. Juan lo expresa claramente: “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte” (1 Jn 3:14). 

Juan introduce el interés de unos griegos por conocer a Jesús. El gentilicio es equívoco, pues por griegos se tenían a todos los no judíos, a los hablantes de griego, a los gentiles que habían abrazado el cristianismo. Los mediadores serán Felipe y Andrés (nombres griegos) que serían de Betsaida, región de predominancia gentil. Pero Juan parece no darles ninguna importancia, pues Jesús a continuación se adentra en otro tema: el de su partida como expresión de su glorificación. Con esto, su ministerio en Palestina habría concluido aunque nunca termina propiamente, pues lega su Espíritu a los discípulos. Juan prefiere llamarlo Paráclito, otra de sus características propias. Pero más que un ser es una función: a) recordar las enseñanzas de Jesús, b) guiarlos a la verdad plena y c) servir de abogado, de consolador, de inspirador en los momentos de dificultad. Estrictamente hablando no retorna al Padre, aunque es propio de Juan hablar de arriba y abajo, cielo y tierra, carne y espíritu, oscuridad y luz, pero es un lenguaje que puede ser engañoso si se cree lenguaje gnóstico. Jesús en Juan está resucitado desde el comienzo (es logos, siempre presente desde el principio) y parece levitar sobre la tierra. Si bien no la toca, tampoco se aleja. De ahí la recomendación paradójica de que sus discípulos no sean del mundo pero que tampoco salgan del mundo. En el mundo no hay salvación pero sin el mundo tampoco. En otras palabras, el hombre no encuentra a Dios si permanece en el mundo, pero tampoco lo encuentra si abandona el mundo. Como en otro comentario se decía, el evangelio de Juan es de una mística muy especial, una mística judía: de otros cielos y otra tierra dentro de estos mismos cielos y tierra, de una tierra que “mana leche y miel” en una tierra semidesértica. La comparación de la muerte como la siembra de una semilla de trigo es bastante significativa y es retomada por Pablo al hablar de la resurrección. “Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano, de trigo por ejemplo o de alguna otra planta” (1 Co 15:36-37). Así introduce lo que podría llamarse la auto-definición de Jesús que deja sin respuesta en otras partes del evangelio. “El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna”. Es un oxímoron que difícilmente puede aceptar la razón. Desde los mismos animales conocemos el poder vital que tiene el instinto de preservación. Todos los animales tendemos a encerrarnos en nosotros mismos para preservarnos y preservar lo nuestro: bienes, poder, valer. Es nuestra fuerza centrípeta que rige incluso el sistema planetario. Pero la fuerza de la gracia, el amor sacrificial, la misericordia, es la fuerza contraria que puede hacernos obrar en sentido inverso. Es como la fuerza centrífuga del creyente. No opera naturalmente porque es la fuerza del Espíritu, siempre propiedad divina. Como expresa bellamente el filósofo judío Martin Buber, “el espíritu no está en tu sangre, tampoco en la mía; está en el aire que respiramos los dos”. Al menos ocho veces en los evangelios, con parecidas formulaciones, se expresa que quien pierda su vida la gana. De nada vale ganar el mundo entero, dice en otra parte. Vale anotar que la palabra traducida por vida (psyché, en griego) puede igualmente traducirse por alma. Esta terminó, por influjo griego, identificada con espíritu cuando en la concepción hebrea correspondía más con corazón. En una variación de la misma auto-definición de Jesús, pero más sencilla de captar, se nos dice que “Jesús era el hombre para los demás”. El que no hacía nada para sí mismo. Esto es bien captado en el evangelio de Juan y, a diferencia de Marcos, no ora Jesús para que se aparte de él el cáliz de la pasión, pues precisamente para esa hora ha venido. La confirmación celestial que en los sinópticos se da en el bautismo y la transfiguración, es trasladada por Juan a este momento, de manera que llega como voz de ángel o como trueno que el Padre glorifica al hijo en su muerte. Jesús no reclama tal voz para sí sino para sus oyentes, de manera que sea como la trompeta del juicio. Frente a la muerte por amor oblativo o sacrificial (la ágape) de Jesús debe el hombre juzgar su propia vida. Como en otro comentario se decía, el juicio en Juan es ya, aquí y ahora, y es auto-juicio pues lo hace el mismo creyente. Quienes esperaban un mesías conquistador quedarían decepciones. A no ser que pensemos en quien conquista con el amor, expresado en su propio sacrificio. Un amor totalmente desarmado, como el que canta el capítulo 13 de la primera carta a los corintios.

 

[1] La palabra que utiliza es “logos del madero” que en el evangelio de Juan se ha traducido por Palabra y por Verbo pero también era sabiduría para los griegos.

[2] No sobra siempre recalcar que la palabra amor se ha desgastado en parte porque desde el comienzo se confundió con el concepto griego platónico del amor. El amor cristiano (amor oblativo o sacrificial) es lo opuesto a dicho amor. No es ascender a las alturas sino bajar a la miseria humana.