Entrada en Jerusalén y Pasión del Señor. Ciclo A - 5 de abril de 2020
Por: Gabriel Jaime Pérez, S.J.
Cuando se acercaban a Jerusalén y llegaron a Betfagé, junto al monte de los Olivos, Jesús dijo a dos de sus discípulos: «Vayan a la aldea de enfrente, encontrarán una burra atada con su pollino, desátenlos y tráiganmelos. Si alguien les dice algo, contéstenle que el Señor los necesita y los devolverá pronto.» Esto ocurrió para que se cumpliera lo que dijo el profeta: «Díganle a la hija de Sión: “Mira a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de una burra”». Fueron los discípulos e hicieron lo que les había mandado Jesús: trajeron la burra y el pollino, y Jesús se montó. La multitud extendió sus mantos por el camino; algunos cortaban ramas de árboles y alfombraban la calzada. Y la gente que iba delante y detrás gritaba: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo!» Al entrar en Jerusalén, toda la ciudad preguntaba alborotada: «¿Quién es éste?» La gente que venía con él decía: «Es Jesús, el Profeta de Nazaret de Galilea.» (Mateo 21, 1-11).
La Semana Santa comienza con el Domingo de Ramos o de Pasión. En este año la lectura que antecede a la bendición de los ramos con los cuales se aclama a Jesús antes de la Misa, corresponde al Evangelio según san Mateo. En la Misa se toma de este mismo Evangelio el relato de la pasión y muerte de Cristo (26,14 - 27,66), precedido de los textos de Isaías 50, 4-7, el Salmo 22 [21] y la carta de Pablo a los Filipenses 2, 6-11. Centremos nuestra reflexión en tres frases del Evangelio:
1. “¡Hosanna...! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!” (Mateo 21, 9)
La palabra hebrea Hosanna significa Sálvanos ahora. Unida a la frase Bendito el que viene en nombre de Yahvé (o del Señor, como dice el Evangelio), corresponde al Salmo 118 (117), un himno de acción de gracias que se cantaba junto al Templo de Jerusalén en la llamada “Fiesta de las Tiendas” (o de las Carpas), y que en sus versículos 25 al 27 expresa así el reconocimiento a la acción salvadora de Dios: “Sálvanos ahora, Yahvé, haz que nos vaya bien… Bendito el que viene en el nombre de Yahvé… Yahvé es Dios, Él nos ilumina. Cierren la procesión con ramos en la mano”. Con el tiempo, la palabra “hosanna” se convirtió en un saludo de aclamación, frecuentemente unido al canto del “hallel-u-yah”, término que en su significado original hebreo quiere decir “alabemos a Yah”, o sea “alabemos a Yahvé” (“alabemos al Señor”).
Jesús, a quien las gentes sencillas aclaman como el Mesías esperado descendiente del rey David, no entra arrogante en un carro de guerra tirado por caballos, sino manso y humilde, cabalgando sobre un asno. El Reino que Él ha anunciado desde el inicio de su predicación es distinto de los de este mundo, y eso es lo que va a manifestarse en su pasión y muerte, que culminará con la resurrección.
2. “Tomen y coman, esto es mi cuerpo... Beban, esta es mi sangre” (Mt 26, 27)
El relato de la pasión nos presenta, en la cena pascual de Jesús con sus discípulos la víspera de su pasión, que conmemoraremos solemnemente en la Misa vespertina del Jueves Santo, la institución de la sagrada Eucaristía, memorial del sacrificio redentor de Cristo. No es un simple recuerdo, sino la actualización de su misterio pascual -pasión, muerte y resurrección-, que a su vez es sacramento o signo eficaz de la salvación obrada por Él y que se hace efectiva para nosotros cada vez que somos alimentados con su vida resucitada.
La Eucaristía es “el sacramento de nuestra fe” en el que anunciamos su muerte, proclamamos su resurrección y expresamos nuestra esperanza en su venida gloriosa al final de los tiempos. Y es el sacramento del amor de Dios manifestado en el mismo Jesucristo, que implica a su vez el mandamiento del amor: a Dios sobre todas las cosas, y a nuestros prójimos como Él nos mostró que nos ama: hasta la entrega de la propia vida “para el perdón de los pecados”, es decir, un amor dispuesto a perdonar siempre y sin reservas.
3. “Verdaderamente, éste era Hijo de Dios” (Mt 27, 54)
Esta expresión del centurión romano y de los soldados al pie de la cruz inmediatamente después de la muerte de Jesús que conmemoraremos de manera especial en la tarde del próximo Viernes Santo, contrasta con la invocación del Salmo 22 (21), que Jesús acababa de hacer suya antes de morir: “¡Dios mío! … ¿por qué me has abandonado?”. También nosotros proclamamos nuestro reconocimiento de Jesús como el Hijo de Dios cuando nos santiguamos con el signo de la santa cruz que nos identifica como seguidores de Cristo y nos compromete con la realización de lo que este seguimiento significa.
El título Hijo de Dios se aplica a Jesús para indicar que se le reconoce como Dios. Lo mismo ocurre con el término Señor, que encontramos constantemente en el Nuevo Testamento, por ejemplo, en la segunda lectura de hoy, cuando el apóstol san Pablo dice que Aquél que se despojó de la gloria de su divinidad para humillarse hasta la muerte en la cruz -propia de los esclavos- como consecuencia de su solidaridad con las víctimas de la injusticia y la violencia, fue exaltado con el nombre de “Señor” del universo. Es todo lo contrario a lo sucedido en los comienzos de la humanidad, y que sigue sucediendo hoy, cuando el ser humano cae en la tentación de la soberbia al pretender igualarse a Dios desconociendo su condición de criatura y desobedeciendo el plan del Creador.
Conclusión
En Jesús se cumplen las profecías de los cuatro poemas del “Siervo de Yahvé” (o Servidor de Dios), que encontramos en el libro de Isaías (siglo VI a.C). En el segundo, al que corresponde la primera lectura de la misa, el Servidor dice: El Señor me ha instruido para que consuele con palabras de aliento a los abatidos (Isaías 50, 4). Estas palabras nos llegan hoy cuando nos encontramos precisamente abatidos por la situación de pandemia que sufre la humanidad. El Papa Francisco, en su meditación del 27 de marzo antes de dar su bendición Urbi et Orbi (a la urbe de Roma y al orbe o mundo entero), nos dijo que, en medio de la tempestad que nos zarandea, Jesús trae serenidad a nuestras tormentas, pues en su cruz hemos sido salvados, por lo cual abrazar su cruz es animarse a abrazar todas las contrariedades y abrazar al Señor es abrazar la Esperanza. Dispongámonos a celebrar esta Semana Santa con una fe que nos impulse no sólo a confiar plenamente en Jesús, sino también a identificarnos con Él, que se solidarizó con el sufrimiento humano hasta entregar en la cruz su vida por todos. Y, en consecuencia, renovemos nuestro compromiso de vivir de acuerdo con su mandamiento del amor, único camino para lograr la salvación.