Por: Gabriel Jaime Pérez, S.J.
“¿Dónde aprendió éste tantas cosas? ¿De dónde ha sacado esa sabiduría y los milagros que hace? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿Y no viven sus hermanas también aquí, entre nosotros?” Y no tenían fe en él. Pero Jesús les dijo: - En todas partes se honra a un profeta, menos en su propia tierra, entre sus parientes y en su propia casa.
No pudo hacer allí ningún milagro, aparte de poner las manos sobre unos pocos enfermos y sanarlos. Y estaba asombrado porque aquella gente no creía en él. Jesús recorría las aldeas cercanas, enseñando. (Marcos 6, 1-6).
1. Los prejuicios impiden conocer la verdad de las personas
Para sus paisanos de Nazaret, Jesús no podía ser más que el carpintero -o el hijo del carpintero, el hijo de José, como dicen respectivamente los textos paralelos de Mateo (13, 53-58) y Lucas (4, 16-30)-. Jesús era conocido también en su tierra como el hijo de María, y en los evangelios se habla de sus hermanos y hermanas. Esto último es objeto de polémica entre las diversas interpretaciones cristianas de los Evangelios. Los protestantes en su mayoría niegan la virginidad de María, la madre de Jesús, y afirman que éste tuvo hermanos nacidos de ella y de José. Para los ortodoxos el término significa “hermanastros” o “hermanos medios”, hijos e hijas de un matrimonio anterior de José, que cuando se casó con María supuestamente era viudo. En la interpretación de la Iglesia Católica Romana, que proclama la virginidad de María antes, en y después del parto (y con la que coincide la Iglesia Anglicana), el término “hermanos” -en griego “adelphoi”- se entiende como los “primos”, pues la palabra correspondiente a este tipo de parentesco no existe en arameo, la lengua en la que originalmente predicaron los apóstoles -la misma que hablaba Jesús-, y a partir de la cual fueron escritas las versiones en griego que han llegado hasta nosotros. Pero más allá de tal discusión, es significativa la resistencia de los coterráneos de Jesús a creer en sus enseñanzas y sus milagros, precisamente porque lo habían visto crecer como miembro de una familia pobre y humilde.
La frase de Jesús con la cual se refiere a sí mismo como un “profeta”, ha dado origen a un famoso refrán popular: Nadie es profeta en su tierra. Pero, ¿qué significa en este contexto ser “profeta”? Este término griego corresponde al hebreo nabí, que quiere decir llamado. Los textos bíblicos lo aplican a quien es llamado por Dios para comunicar su Palabra por inspiración divina, y por eso es capaz no sólo de interpretar el sentido trascendente de las experiencias cotidianas, sino también de predecir los acontecimientos futuros. Con esta última capacidad se suele relacionar más comúnmente el término, pero en el Evangelio su significado es ante todo el primero: “profeta” es quien que ha sido llamado por Dios para hablar y actuar en su nombre, como en el siglo VI antes de Cristo lo fue por ejemplo Ezequiel, cuya vocación o llamamiento se narra en la primera lectura (Ezequiel 2, 2-5).
2. No es posible experimentar la acción sanadora de Jesús sin una actitud de fe
El Evangelio de Juan también se refiere a la actitud de rechazo contra Jesús por parte de sus coterráneos, en un contexto mucho más amplio que el de Nazaret: el de todos los que decían creer en el Dios verdadero y no acogieron su Palabra hecha carne en la persona de su Hijo: Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron (Juan 1, 11).
Como en aquel tiempo. también hoy persiste la cuestión acerca de qué formación tuvo Jesús durante su infancia y su juventud. Resuena así la pregunta de sus paisanos: ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? A juzgar por los relatos bíblicos, específicamente los evangelios de Mateo y Lucas, después de su nacimiento en Belén, su presentación en el Templo de Jerusalén cuarenta días después y la huida de la sagrada familia a Egipto, en donde estuvo poco tiempo, Jesús no parece haber salido de Nazaret antes de sus treinta años de edad, excepto cuando fue con sus padres al Templo una vez cumplidos los doce. Sin embargo, no faltan quienes intentan probar, no sólo que fue instruido en la comunidad de los Esenios, establecida en el desierto cerca de la desembocadura del río Jordán, sino que incluso estuvo en la India, donde aprendió las doctrinas hindúes y budistas. Todas éstas son especulaciones. Lo que sí podemos suponer es que debió tener una sólida formación humana y una instrucción muy completa en los contenidos religiosos del judaísmo.
Pero lo más importante y que escapa a quienes se encierran en parámetros meramente humanos, es que en Jesús actuaba de manera especial el Espíritu Santo, lo cual muchos no supieron reconocer, nos sólo entre sus paisanos de Nazaret, sino entre sus coterráneos del resto de Galilea y de Jerusalén en Judea. Incluso sus primeros discípulos, y hasta su propia madre, la Virgen María, sólo pudieron comprender plenamente el sentido de la vida y de las enseñanzas de Jesús gracias al don de la fe pascual después de su muerte y resurrección, una vez recibido el Espíritu Santo en Pentecostés. También nosotros podemos reconocer a Jesús y experimentar su acción sanadora y renovadora, pero sólo en la medida en que tengamos una verdadera actitud de fe.
3. Sólo podemos recibir la fuerza de Cristo cuando reconocemos nuestra debilidad
La verdadera actitud de fe supone y exige la humildad. Muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo, dice san Pablo en la segunda lectura (2ª Corintios 12, 7b-10), refiriéndose a lo que él llama simbólicamente una espina que lleva clavada en su carne, entendida aquí la carne como la condición material humana. Pablo no especifica cuál es esa “espina”. Podría tratarse de un problema inherente a su propia realidad personal, con el que tuvo que enfrentarse constantemente durante su vida y concretamente en el ejercicio de su apostolado. Pero lo que sí indica él es que esa debilidad lo lleva a reconocer humildemente la necesidad de la fuerza sanadora y salvadora del Señor, que le dice interiormente: “Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad”.
Esas palabras son también hoy para nosotros. Todos tenemos limitaciones, deficiencias, defectos que forman parte de nuestra debilidad humana. Lo primero que debemos hacer al experimentar esta realidad es reconocer humildemente esta misma debilidad, aceptándonos como somos, pero no para destruir nuestra autoestima ni para quedarnos cruzados de brazos sin luchar por un mejoramiento continuo, sino para poner toda nuestra confianza en el poder del amor de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.