XIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A - Julio 5 de 2020
Por: Gabriel Jaime Pérez, S.J.
En aquel tiempo exclamó Jesús: “Te alabo, Padre, Señor de cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te pareció mejor”. Y luego dijo a sus discípulos: “Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar. Vengan a mi todos los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón; y encontrarán su descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera” (Mateo 11, 25-30).
En este pasaje del Evangelio encontramos tres elementos para nuestra reflexión: primero, Jesús alaba al Padre porque revela sus misterios a la gente sencilla; segundo, Jesús dice que sólo a través de Él podemos conocer a Dios Padre; tercero, Jesús se presenta como el Maestro cuya enseñanza contrasta con la de los doctores de la ley. Tratemos de aplicar a nuestra vida estos tres temas, teniendo en cuenta también las otras lecturas bíblicas de hoy [Zacarías 9, 9-10; Salmo 145 (144); Romanos 8, 9.11.13].
1. Te alabo, Padre, Señor de cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla
Esto mismo dice Jesús en el Evangelio según san Lucas (10, 21-22), después del regreso de los setenta y dos discípulos que Él había enviado a predicar, cuando ellos le contaron que su misión había tenido mucho éxito (Lc 10, 17-20).
En el pasaje del Evangelio según san Mateo, que es el propio de este domingo, el contexto corresponde a la respuesta que Jesús les dio a los seguidores de Juan Bautista cuando le preguntaron si era el Mesías esperado y Él les contestó: “Vayan y díganle a Juan lo que están viendo y oyendo: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios de su enfermedad, los sordos oyen, los muertos vuelven a la vida, y a los pobres se les anuncia la buena noticia” (Mt 11, 4-5).
El mensaje de ambos relatos es que Dios se les muestra como un Padre misericordioso a quienes con sencillez y humildad reconocen su necesidad de salvación, una disposición diametralmente opuesta a la arrogancia de los sabios y entendidos, que los hace incapaces de una verdadera experiencia de Dios. Jesús se refiere así a los doctores de la Ley que oprimían al pueblo con prescripciones basadas en el temor, muy distantes del reconocimiento del Dios clemente y compasivo, lento a la cólera y rico en piedad, bueno y cariñoso con todas sus criaturas, al que se refiere el salmo responsorial [Salmo 145 (144)].
2. “Nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar”
Cinco veces aparece el término Padre en este pasaje del Evangelio. La novedad y la esencia de la buena noticia proclamada por Jesús de palabra y con sus propios hechos liberadores es precisamente que nuestro Creador es un Padre compasivo y misericordioso. A este Dios verdadero no podemos conocerlo tal como es -como el Dios que es Amor- sólo por nuestra propia inteligencia, es decir, no podemos tener una experiencia vital de Él únicamente en virtud de nuestro propio esfuerzo, sino que es Él mismo quien se nos da a conocer en la persona de Jesucristo y por la acción de su Espíritu Santo.
Este mismo Espíritu habita y actúa en nosotros, como dice san Pablo en la segunda lectura, cuando lo que rige nuestra existencia no es lo material y exterior (“la carne”), sino que abrimos humildemente nuestras mentes y corazones a una vivencia interior de Dios: “Ustedes no están sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en ustedes”.
3. “Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré…”
La mansedumbre y humildad que caracterizan a Jesús, y que contrastan con la prepotencia y arrogancia de los poderosos de la tierra, habían sido anunciadas unos 550 años antes por el profeta Zacarías, quien se refirió al Mesías prometido con la imagen que nos presenta la primera lectura (9, 9-10) y que evocaría el Evangelio de san Mateo al relatar la entrada de Jesús a Jerusalén antes de su pasión (Mt 21, 4-5): “Alégrate, hija de Sión; … mira a tu rey que viene a ti justo y victorioso, humilde y cabalgando en un asno”.
Los doctores de la Ley imponían cargas pesadas sobre la gente, que se sentía agobiada por tantas normas, legalismos y ritualismos. Habían convertido la religión en un conjunto de prácticas externas desligadas de lo esencial, vacías de espíritu, vacías de amor, vacías de Dios. En contraste con ellos, Jesús se presenta como el Maestro paciente y cercano que, sin imposiciones autoritarias, sin humillar a los demás como lo hacen los que se creen “sabios y entendidos”, nos invita a reconocer a Dios como un Padre compasivo y a vivir la ley interior del amor, para lo cual Él mismo nos ofrece la comunicación de su Espíritu.
Abrámosle espacio entonces en nuestras mentes y corazones al Espíritu Santo, para que nos disponga a dejarnos enseñar, con humildad y sencillez, por el único Maestro que puede guiarnos hacia una experiencia vital de Dios: nuestro Señor Jesucristo. Y que María santísima, la humilde servidora del Señor, interceda por nosotros para seamos cada día más semejantes a Jesús, manso y humilde de corazón.