Por: Gabriel Jaime Pérez, S.J.
Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería.
Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma. Enormemente sorprendidos, preguntaban: “¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno de nosotros los oye hablar en la propia lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y todos los oímos hablar de las maravillas de Dios, cada uno en la propia lengua”. (Hechos de los Apótoles 2, 1-11).
El término Pentecostés (que en griego significa cincuenta) proviene de una antigua fiesta anual que se celebraba en la región de Canaán, en la cual se establecieron los israelitas una vez terminada su peregrinación por el desierto. Esta celebración, que marcaba el fin de la cosecha del trigo y la cebada, era denominada “Fiesta de las Siete Semanas y se realizaba 50 días después de la ofrenda de los primeros frutos. Los israelitas le dieron un significado histórico al conmemorar en ella la promulgación de la Ley de Dios en el monte Sinaí, 50 días después de la Pascua que evocaba su liberación de la esclavitud en Egipto.
Para quienes creemos en Jesucristo, Pentecostés es la fiesta del Espíritu Santo. El libro de los Hechos de los Apóstoles cuenta que, 50 días después de la Pascua, los discípulos de Jesús junto con María, su madre, reunidos en oración, recibieron el Espíritu Santo para realizar la misión de proclamar la Buena Noticia de una nueva Ley -la ley del amor universal-, ya no sólo para un pueblo sino para todos.
1. El Espíritu Santo es el aliento vivificante de Dios
Los relatos bíblicos de la creación del universo dicen simbólicamente que en el principio de la creación “el Espíritu (la Ruah, es decir el Soplo, el Viento o el Aliento) de Dios se movía (o ‘aleteaba’) sobre las aguas” (Génesis 1, 2) y luego que el Señor “formó al hombre de la tierra, sopló en su nariz y le dio vida” (Génesis 2, 7). En hebreo la palabra Ruah es de género femenino, lo cual no deja de ser significativo al expresar la acción creadora de Dios.
El libro de los Hechos de los Apóstoles habla de un viento fuerte, el Salmo responsorial [104 (103)] se refiere al aliento de Dios dador de vida, y el Evangelio (Juan 20, 19-23) al soplo de Jesús sobre sus discípulos al tiempo que les dice: “Reciban el Espíritu Santo” .
Hay otros signos que también emplea el lenguaje bíblico para referirse al Espíritu Santo:
- El fuego, que simboliza la energía divina que transforma, dinamiza, da luz y calor.
- El agua, signo de vida, que expresa el nuevo nacimiento realizado en el Bautismo.
- El óleo o aceite de oliva, que significa fortaleza y se emplea en los sacramentos del Bautismo, la Confirmación, el Orden y la Unción de los Enfermos.
- La paloma, que llega al arca de Noé con una rama de olivo al concluir el diluvio (Génesis 8, 11) y se posa sobre Jesús al ser éste bautizado en el río Jordán (Juan 1, 32), evoca al Espíritu que “aletea” (Génesis 1, 2) en el marco de una nueva creación.
- La imposición de las manos, abiertas y unidas por los pulgares representando a un ave con las alas desplegadas, expresa la comunicación del Espíritu Santo.
2. El Espíritu Santo hace posibles el nacimiento y el desarrollo de la Iglesia
Pentecostés es la fiesta del nacimiento de la Iglesia, Pueblo de Dios y Cuerpo Místico de Cristo compuesto por muchos y distintos miembros -todas las personas bautizadas-, animado por el Espíritu Santo, del que provienen, como dice Pablo en la segunda lectura (1 Corintios 12, 3-13), los siete dones o carismas necesarios para realizar los servicios o ministerios que el Señor asigna según la vocación específica de cada persona, pero que son comunes a toda. Estos dones son los siguientes:
1. Sabiduría para conocer la voluntad de Dios y tomar las decisiones correctas.
2. Entendimiento para saber interpretar y comprender el sentido de la Palabra de Dios
3. Ciencia para saber descubrir a Dios en su creación y desarrollarla constructivamente.
4. Consejo para orientar a otros cuando nos lo solicitan o necesitan de nuestra ayuda.
5. Fortaleza para luchar sin desanimarnos a pesar de los problemas y las dificultades.
6. Piedad para reconocernos como hijos de Dios y como hermanos entre nosotros.
7. Respeto a Dios (llamado también temor de Dios, pero con un sentido diferente del
miedo), para evitar las ocasiones de pecado y cumplir a cabalidad sus mandamientos.
3. El Espíritu Santo hace posible la comunicación gracias al lenguaje del amor
Toda la historia de la acción creadora, salvadora y renovadora de Dios es un paso de la incomunicación de Babel a la comunicación de Pentecostés. Cuando la intención es de dominación opresora, la consecuencia es una confusión total que impide el entendimiento entre las personas (Génesis 11, 1-9); pero cuando la intención es compartir, construir una auténtica comunidad participativa, por obra del Espíritu de Dios se produce la verdadera comunicación (Hechos 2, 1-12).
Al celebrar la fiesta de Pentecostés, unidos en oración como los primeros discípulos lo estaban con María, la madre de Jesús, repitamos en nuestro interior la petición que antecede en la liturgia eucarística al Evangelio de este día: Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.