Marzo 11, 2012: El mensaje del domingo

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Por: Gabriel Jaime Pérez, S.J.

Como ya se acercaba la fiesta de la Pascua de los judíos, Jesús fue a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de novillos, ovejas y palomas, y a los que estaban sentados en los puestos donde se le cambiaba el dinero a la gente. Al verlo, Jesús tomó unas cuerdas, se hizo un látigo y los echó a todos del templo, junto con sus ovejas y sus novillos. A los que cambiaban dinero les arrojó las monedas al suelo y les volcó las mesas. A los vendedores de palomas les dijo: -¡Saquen esto de aquí! ¡No hagan un mercado de la casa de mi Padre! Entonces sus discípulos se acordaron de aquella Escritura que dice: “Me consume el celo por tu casa”.

Los judíos le preguntaron: -¿Qué prueba nos das de tu autoridad para hacer esto? Jesús les contestó: - Destruyan este templo, y en tres días volveré a levantarlo. Los judíos le dijeron: - Cuarenta y seis años se ha trabajado en la construcción de este templo, ¿y tú en tres días lo vas a levantar? Pero el templo al que Jesús se refería era su propio cuerpo. Por eso, cuando resucitó, sus discípulos se acordaron de esto que había dicho, y creyeron en las Escrituras y en las palabras de Jesús. Mientras Jesús estaba en Jerusalén, en la fiesta de la Pascua, muchos creyeron en Él al ver las señales milagrosas que hacía. Pero Jesús no confiaba en ellos, porque los conocía a todos. No necesitaba que nadie le dijera nada acerca de la gente, pues Él mismo conocía el corazón del hombre (Juan 2, 13-25).

1.- ¡No hagan un mercado de la casa de mi Padre!

El templo de Jerusalén era para los judíos el lugar de la presencia de Dios significada en el “arca de la alianza”, una urna donde se guardaban los libros sagrados de la “Torá” (la Ley) que contenían los diez mandamientos a los que se hace referencia en la primera lectura (Éxodo 20, 1-17) y en el salmo responsorial [Salmo 19 (18)]. Estos mandamientos, como lo diría Jesús doce siglos después de haber sido proclamados en el monte Sinaí a través de Moisés, pueden sintetizarse en la ley del amor a Dios sobre todas las cosas y a nuestros prójimos como a nosotros mismos.

Pero los vendedores de animales para los sacrificios que se oficiaban en el templo, al convertirlo en un mercado hacían de él algo totalmente opuesto a lo que debía ser: en vez de reconocerlo y respetarlo como el lugar de la presencia de Dios, lo empleaban para explotar a la gente buscando el propio provecho personal, sin importarles para nada el espíritu de aquella Ley que habían distorsionado reduciéndola a unos ritos desconectados de las exigencias sociales. Lo mismo ocurre siempre que se utiliza la religión para hacer de ella un negocio lucrativo.

2.- Destruyan este templo, y en tres días volveré a levantarlo

El Evangelio explica el sentido de esta frase de Jesús, a la que iban a hacer una alusión tergiversada sus acusadores ante el Sanedrín la víspera de su pasión y muerte: “el templo al que Jesús se refería era su propio cuerpo. Por eso, cuando resucitó, sus discípulos se acordaron de esto que había dicho”. De esta forma Jesús estaba diciendo no sólo que Él se manifiesta a sí mismo como el nuevo templo o lugar viviente de la presencia de Dios que remplaza al antiguo, sino también que toda persona que se identifica con Él y quiere ser su discípulo está llamada asimismo a ser templo de su Espíritu. En otras palabras, Dios nos invita a ser portadores de su presencia, que es la presencia activa del Amor, porque Él mismo es Amor. Los primeros cristianos se llamaron a sí mismos en griego cristóforos: portadores de Cristo. Esto mismo estamos llamados a ser también nosotros, con mayor razón aún si recibimos en la sagrada comunión la vida de Cristo resucitado.

La misma metáfora es empleada también por san Pablo, en sus cartas a los primeros cristianos de la ciudad griega de Corinto, para referirse a los bautizados como templos del Espíritu Santo: El cuerpo es templo del Espíritu Santo (I Co 6, 19); ustedes son templo de Dios y el Espíritu de Dios mora en ustedes (I Co 3, 16); ustedes son el templo de Dios viviente, como Dios dijo: habitaré y andaré entre ellos, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo (2 Co 6, 16). En la segunda lectura de hoy (1ª Corintios 1, 22-25) Pablo dice que el Cristo del que debemos ser portadores con nuestro testimonio de vida es precisamente el que con su muerte en la cruz nos mostró cómo es el amor de Dios, un amor que va hasta el extremo de entregar la propia vida. Todo el que se encuentre con cada uno de nosotros, los bautizados, debería experimentar la presencia de ese mismo Dios Amor como la experimentaban en el propio Jesús las personas necesitadas, los pobres, los rechazados, los marginados, los excluidos. ¿Somos de verdad “cristóforos”, portadores de Cristo?

3.- Él mismo conocía el corazón del hombre

La última parte del Evangelio de hoy nos invita a reflexionar sobre el sentido de nuestra relación con Jesús. Cuando el evangelista dice que “Jesús no confiaba en ellos, porque los conocía a todos”, se está refiriendo precisamente a los mercachifles de la religión que lo cuestionaban porque no querían perder su poder para seguir explotando a la gente, especialmente a los pobres. Pero, como también nos lo muestran constantemente los Evangelios, Jesús sabe reconocer la sinceridad de quienes se acercan a Él con humildad, con una actitud completamente contraria a la de quienes le exigían pruebas de su autoridad.

¿Cuál es nuestra actitud ante Dios, ante Jesús? ¿La de quienes exigen pruebas o la de quienes reconocen sus debilidades, su fragilidad humana y su necesidad de salvación? En este tiempo de la Cuaresma, renovemos nuestra fe en el Dios Amor que se nos ha manifestado en Jesucristo, sabiendo que Él, que conoce lo que hay dentro de cada uno de nosotros, no quiere condenarnos como un juez castigador, sino redimirnos y hacer posible, si dejamos que su Espíritu actúe en nuestras vidas, nuestra reconciliación con Él, con nuestros prójimos y con nosotros mismos.